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martes, 3 de abril de 2012

La guerra

Al amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era la hora de los arcos y las cerbatanas. Cayó la noche sobre el valle. De la aldea no quedaba nada más que humo, cenizas y cadáveres. Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con sangre y esperó. Fue el único sobreviviente de los palawiyang. Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiese sido aniquilada. Ese espantoso silencio lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre. Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos. Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y ganas de dormir y dejarse devorar. Pero la hija del cóndor se abrió entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada. Él se agarró de sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos. Eduardo Galeano de Memoria del Fuego

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