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lunes, 9 de abril de 2012

Historias de cronopios y de famas...



La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente.

Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien.

Como duele negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria.

Y no está mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y sean las mismas ¿Por qué estaría mal?

Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia fuera, hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible como el picador cerca del toro. No creas que el teléfono va a darte los números que necesitás ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío.

Y si de pronto una polilla se para al borde de una mesa, mirála, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido.

Cuando abra la puerta y me asome, sabré que ahí empieza la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina

Julio Cortázar

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