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jueves, 21 de junio de 2012

La Fusiladora

...Ha llegado el momento. Lo señala un diálogo breve, impresionante.
–¿Qué nos van a hacer? –pregunta uno.
–¡Camine para adelante! –le responden.
–¡Nosotros somos inocentes! –gritan varios.
–No tengan miedo –les contestan–.
No les vamos a hacer nada.
¡NO LES VAMOS A HACER NADA!
Los vigilantes los arrean hacia el basural como a un rebaño aterrorizado. La camioneta se
detiene, alumbrándolos con los faros. Los prisioneros parecen flotar en un lago vivísimo de
luz. Rodríguez Moreno baja, pistola en mano.
A partir de ese instante el relato se fragmenta, estalla en doce o trece nódulos de pánico.
–Disparemos, Carranza –dice Gavino–. Yo creo que nos matan.
Carranza sabe que es cierto. Pero una remotísima esperanza de estar equivocado lo
mantiene caminando.
–Quedémonos... –murmura–. Si disparamos, tiran seguro.
Giunta camina a los tumbos, mirando hacia atrás, un brazo a la altura de la frente para
protegerse del destello que lo encandila.
Livraga se va abriendo hacia la izquierda, sigilosamente. Paso a paso. Viste de negro. De
pronto, lo que parece un milagro: los reflectores dejan de molestarlo. Ha salido del campo
luminoso. Está solo y casi invisible en la obscuridad. Diez metros más adelante se adivina
una zanja. Si puede llegar...
La tricota de Brión brilla, casi incandescente de blanca.
En el carro de asalto Troxler está sentado con las manos apoyadas en las rodillas y el
cuerpo echado hacia adelante. Mira de soslayo a los dos vigilantes que custodian la puerta
más cercana. Va a saltar...
Frente a él Benavídez tiene en vista la otra puerta.
Carlitos, azorado, sólo atina a musitar:
–Pero, cómo... ¿Así nos matan?
Abajo Vicente Rodríguez camina pesadamente por el terreno accidentado y desconocido.
Livraga está a cinco metros de la zanja. Don Horacio, que fue el primero en bajar, también
ha logrado abrirse un poco en la dirección opuesta.
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–¡Alto! –ordena una voz.
Algunos se paran. Otros avanzan todavía unos pasos. Los vigilantes, en cambio,
empiezan a retroceder, tomando distancia, y llevan la mano al cerrojo de los máuseres.
Livraga no mira hacia atrás, pero oye el golpe de la manivela. Ya no hay tiempo para
llegar a la zanja. Va a tirarse al suelo.
–¡De frente y codo con codo! –grita Rodríguez Moreno.
Carranza se da vuelta, con el rostro desencajado. Se pone de rodillas frente al pelotón.
–Por mis hijos... –solloza–. Por mis hi...
Un vómito violento le corta la súplica.
En el camión Troxler ha tendido la flecha de su cuerpo. Casi toca las rodillas con la
mandíbula.
¡Ahora! –aulla y salta hacia los dos vigilantes.
Con una mano aferra cada fusil. Y ahora son ellos los que temen, los que imploran:
–¡Las armas no, señor! ¡Las armas no!
Benavídez ya está de pie y toma de la mano a Lizaso.
–¡Vamos, Carlitos!
Troxler les junta las cabezas a los vigilantes y tira uno a cada lado, como muñecos. Da un
salto y se pierde en la noche.
El anónimo suboficial (¿o es un fantasma?) tarda en reaccionar. Se incorpora a medias.
Desde la punta del coche un tercer vigilante lo está cubriendo con el fusil. Se oye el tiro. El
suboficial hace ¡Aaaah!, y vuelve a sentarse, como estaba. Pero muerto.
Benavídez salta. Siente los dedos de Carlitos que se deslizan entre los suyos. Con
desesperada impotencia comprende que el chico se le queda, sepultado bajo los tres
cuerpos que se le echan encima.
Abajo, los policías oyen el tiro a retaguardia y por una fracción de segundo titubean.
Algunos se dan vuelta.
Giunta no espera más. ¡Corre!
Gavino hace lo mismo.
El rebaño empieza a desgranarse.
–¡Tírenles! –vocifera Rodríguez Moreno.
Livraga se arroja de cabeza al suelo. Más allá, Di Chiano también se zambulle.
La descarga atruena la noche.
Giunta siente una bala junto al oído. Detrás oye un impacto, un gemido sordo y el golpe
de un cuerpo que cae. Probablemente es Garibotti. Con prodigioso instinto, Giunta hace
cuerpo a tierra y se queda inmóvil.
A Carranza, que sigue de rodillas, le apoyan el fusil en la nuca y disparan. Más tarde le
acribillan todo el cuerpo.
Brión tiene pocas posibilidades de huir con esa tricota blanca que brilla en la noche. Ni
siquiera sabemos si lo intenta.
Vicente Rodríguez ha hecho cuerpo a tierra una vez. Ahora oye los vigilantes que se
acercan corriendo. Trata de levantarse, pero no puede. Se ha cansado en los primeros treinta
metros de fuga y no es fácil mover el centenar de kilos que pesa. Cuando al fin se
incorpora, es tarde. La segunda descarga lo voltea.
Horacio di Chiano dio dos vueltas sobre sí mismo y se quedó inmóvil, como si estuviera
muerto. Oye silbar sobre su cabeza los proyectiles destinados a Rodríguez. Uno pica muy
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cerca de su rostro y lo cubre de tierra. Otro le perfora el pantalón sin herirlo.
Giunta permanece unos treinta segundos pegado al suelo, invisible. De pronto salta como
una liebre, zigzagueando. Cuando presiente la descarga, vuelve a tirarse. Casi al mismo
tiempo oye otra vez el alucinante zumbido de las balas. Pero ya está lejos. Ya está a salvo.
Cuando repita su maniobra, ni siquiera lo verán.
Díaz escapa. No sabemos cómo, pero escapa.* Gavino corre doscientos o trescientos
metros antes de pararse. En ese momento oye otra serie de detonaciones y un alarido
aterrador, que perfora la noche y parece prolongarse hasta el infinito.
–Dios me perdone, Lizaso –dirá más tarde, llorando, a un hermano de Carlitos–. Pero creo
que era su hermano. Creo que él vio todo y fue el último en morir.
Sobre los cuerpos tendidos en el basural, a la luz de los faros donde hierve el humo acre
de la pólvora, flotan algunos gemidos. Un nuevo crepitar de balazos parece concluir con
ellos. Pero de pronto Livraga, que sigue inmóvil e inadvertido en el lugar en que cayó,
escucha la voz desgarradora de su amigo Rodríguez, que dice:
–¡Mátenme! ¡No me dejen así! ¡Mátenme!
Y ahora sí, tienen piedad de él y lo ultiman.
                                                                   (capilulo 23 La matanza de Operacion Mazacre de Rodolfo Walsh)

Y mientras Clarin...


lunes, 11 de junio de 2012

Rousseau

...se me preguntará Sì soy acaso un príncipe o un legislador para escribir sobre política. Contestare que no y que por eso mismo escribo sobre política. Sì fuese un príncipe o un legislador no perdería el tiempo diciendo lo que hay que hacer; lo haría o me callaría.
Habiendo nacido ciudadano de un Estado libre, y miembro del soberano, por mínima que sea la influencia que mi voz pueda ejercer en los asuntos públicos, el derecho de voto me impone el deber de instruirme en tales temas...
                              
                                                                                                                Rousseau

domingo, 3 de junio de 2012

Las Palabras y Las Cosas - Prólogo

Parece ser que algunos afásicos no logran clasificar de manera coherente las madejas de lana multicolores que se les presentan sobre la superficie de una mesa; como si ese rectángulo uniforme no pudiera servir de espacio homogéneo y neutro en el cual las cosas manifestarían a la vez el orden continuo de sus identidades o sus diferencias y el campo semántico de su denominación. Forman, en este espacio uniforme en el que normalmente las cosas se distribuyen y se nombran, una multiplicidad de pequeños dominios grumosos y fragmentarios en la que innumerables semejanzas aglutinan las cosas en islotes discontinuos; en un extremo, ponen las madejas más claras, en otro las rojas, por otra parte las que tienen una consistencia más lanosa, en otra las más largas o aquellas que tiran al violeta o las que están ovilladas. Sin embargo, apenas esbozados, todos estos agrupamientos se deshacen, porque la ribera de identidad que los sostiene, por estrecha que sea, es aún demasiada extensa para no ser inestable; y al infinito el enfermo junta y separa sin cesar, amontona las diversas semejanzas, arruina las más evidentes, dispersa las identidades, superpone criterios diferentes, se agita, empieza de nuevo, se inquieta y llega, por último, al bode de la angustia.


Michel Foucault

Haciendo Historia N° 10: Cordobazo y Cacerolazo.

Como fiera perseguida
piso una senda de abrojos,
sin sueño para mis ojos,
ni venda para mi herida;
sin descanso ni guarida,
ni esperanza, ni piedad,
y en fúnebre soledad,
a mi dolor amarrado,
voy a la muerte arrastrado
por mi propia tempestad.


R. Gutiérrez, Lázaro.